Fragmento

Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia
del Circo Toti

Fragmento de
Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Toti

      Todo comenzó en un cementerio. No podía ser en otro lugar; tampoco de otro modo.
      Durante poco más de media hora, el tiempo justo que duró el entierro de Damián López, resistimos de pie bajo el sol del mediodía como espantapájaros con hombreras, cabizbajos quizá en señal de un anómalo sentimiento de culpabilidad sólo por creernos a salvo, siquiera provisionalmente, ante la más peliaguda de las contingencias. Ya se sabe que el estremecimiento que suele embargarnos en las comitivas fúnebres responde en el fondo a un banal instinto de autoprotección, como si limara astillas en la revelación de lo que no tiene remedio. La pureza que destila ese dolor no sirve de nada para los que se van, sino para los que quedamos, y así y todo, aunque alivia, no puede evitar el estropicio ni la sensación de desconfianza que provoca toda muerte próxima, algo que de entrada te vuelve aprensivo y a la larga te obliga a chasquear la lengua con frecuencia.
      Tío Quico, como buen superviviente legitimado por las canas, me lo había explicado a su manera al traspasar el umbral de la puerta del cementerio:
      –¿Te das cuenta cómo, en las películas del Oeste, los que viajan en caravana van cayendo de uno en uno por el ataque de los apaches? –me preguntó en voz baja.
      –Sí –respondí.
      –Y las flechas silbando, y venga, y dale, y los de la caravana se parapetan, y los apaches no paran de correr, pero tampoco acaban de echárseles encima.
      –Sí, sí.
      –Pues así me encuentro yo, viéndolas venir. Las flechas. Codo a codo, quedamos abstraídos bajo el efecto de estas cavilaciones expresadas con un bisbiseo mientras a cierta distancia introducían el féretro de Damián López en las fauces del nicho que le había tocado en suerte. Sólo se dejaba escuchar alguna que otra palabra suelta, seca, del sepulturero en sus menesteres. Todo lo demás era silencio, que no vacío.
     Por lumbrera, a Damián lo considerábamos uno de nuestros mayores orgullos. Después de haber recibido de manos del “Generalísimo” Franco un diploma especial como mejor bachiller de España, se había convertido en el médico con más talento de su promoción, suprema marca de prestigio en la infinitud de la posguerra española; pero además, y por encima de todo, con el tiempo llegaría a transmitir como nadie nuestra idiosincrasia de isleños atlánticos: sin dejar de ponerse a la altura de cada cual, se manifestaba locuaz pero cadencioso, con la transparencia del hombre hecho a sí mismo, y en las farras de amigos lo mismo cantaba romanzas de zarzuela que se le daba tocar el acordeón o la flauta travesera. No había nada raro en estas habilidades ni en estos divertimentos, puesto que Damián era el primogénito de Felipe López, el eminente Maestro López, músico de fuste, el primero con carné de profesional en la isla de La Palma, formado en el Conservatorio de Madrid con una beca del Gobierno en tiempos de la II República, alumno de Falla, amigote de tertulia de los más ilustres poetas del 27, compositor de himnos marianos, pianista, arreglista, profesor de solfeo y director fundador de la sandunguera Orquesta López y la campanuda Banda Municipal Santa Cecilia.
     Tío Geno había apadrinado a los cinco hijos varones del Maestro López, y creo que así queda dicho todo sobre la pujanza de nuestras relaciones, tan indisolubles como las de consanguinidad. Ahora ambos compadres, muertos hacía muchos años, aguardaban la llegada de Damián a un paraíso colmado de músicas y francachelas. Eso apuntó tío Quico, transido por la emoción, a varios metros del ataúd.
      –Tremenda acogida. Me los imagino brindando entre copitas de malvasía –dijo cubriéndose la boca con la mano.
      –Ojalá –concluí, como con un amén. A fin de cuentas a eso se avenía nuestra particular despedida: a la ensoñación del mejor recibimiento allá donde correspondiese.
      De cualquier modo, en cuanto recibe su puñado de cal, el recuerdo del ser querido pasa al segundo plano de la historia, sea cual sea y de quien sea –así de terrible resulta, y así de simple–, a pesar de turbarnos con el débil eco de un adiós: “Ten mucho cuidado… Ten cuidado… Cuidado…”, parece que nos advierte con la boca torcida por el rigor mortis, atroz como una careta de carnaval. Ese mensaje, real a más no poder, no debiera sonar a broma. Menos mal que se va apagando solo, tras vagar entre los cuchitriles de nuestra consciencia. ¿O de nuestra inconsciencia?
      Al darse la vuelta para no ver cómo sellaban el nicho, tío Quico se entretuvo deletreando nombres propios de viejas lápidas en la pared que se alzaba a nuestras espaldas. A él, un vitalista reacio a prodigarse en sepelios, le producía repelús la cuadrícula de aquel escenario enjalbegado a la intemperie, frío como una pila de archivadores entre flores que caducan enseguida. De pronto, sin poder ocultar su sorpresa, susurró:
      –Pero…, mira por dónde…
      Me giré hacia lo que sus ojos observaban con tanta atención, ajena por unos minutos a la parte más acongojante del entierro. Era una lápida de mármol lechoso, sin vetas, desde el cual brillaba un sinfín de partículas como de vidrio. La inscripción, rebajada a cincel y repasada con pintura negra, rezaba:
El Señor Don Sabas Jorge Vix.
22 enero 1935. A los 48 años de edad.
Recuerdo de su hermano Pedro
y sobrinos del Circo Toti.

      –Míster Sabas… –murmuró tío Quico, tal que en un saludo, al percatarse de mi gesto de interrogación.
      Atrás, el carraspeo del sepulturero y los chasquidos de su cuchara de albañil sobre el cemento húmedo daban un último aviso para la partida de Damián, como sentenciando con gravedad: “Se acabó lo que se daba”.
     Después de amontonar las coronas de flores y antes de desfilar torpemente hacia la salida, los deudos todavía iban a recibir más abrazos de ánimo, entre otros los nuestros. Mientras se desarrollaba aquel remate protocolario, en un aparte tío Quico atinó a explicarme con el menor número posible de palabras quién era el tal Mr. Sabas, domador de circo que murió de tristeza después de que unos cuantos guardias civiles acribillaran a su león, llamado Bubú, que se había escapado de la jaula y había paseado tan pimpante por las calles.
      –¿En qué calles? –le pregunté, estupefacto, casi sin voz
      –¿En cuáles iba a ser?
      –Pero qué me dices. ¿En Santa Cruz de La Palma?
      –En Santa Cruz de La Palma.
      Y entonces, sin ser invocado, me rozó uno de esos tenues destellos de remembranza que conforme se acercan van alcanzando la consistencia del relámpago. Entreabrí la boca y entrecerré los párpados para centrarme en un recuerdo de la infancia, hasta ahora perdido o aletargado, caramba, un recuerdo cada vez menos difuso, una estampa que como por ensalmo superaba las veladuras del tiempo, la imagen en blanco y negro de varios hombres de uniforme posando junto a un león escarranchado con la lengua fuera, una fotografía colgada en la pared de un bar, sí, en concreto el quiosco de la plaza de San Pedro, en el cercano municipio de Breña Alta, y yo de pie mirándola desde abajo en silencio, con embeleso, como debiera mirarla un niño aficionado a los tebeos del Capitán Trueno. Era una mañana de domingo, mi padre me llevaba de la mano y por supuesto le hice varias preguntas acerca del león inerte que señoreaba en la foto. Mientras revisaba a conciencia cada uno de los detalles que saltaban a la vista, mi padre pareció sentirse a gusto resumiendo para mí la escena, sin duda el final de algo parecido a un safari, e incluso la adornó lo mejor que pudo, como si se tratara del meollo de una fábula, más seductora cuanto más lejana en el tiempo.
      Imposible olvidar para siempre algo así.
      Rápidamente le conté a tío Quico lo del quiosco de San Pedro para que me confirmara que el león de aquella foto era el de este Mr. Sabas de la lápida.
      –Gran argumento para una novela –dijo, asintiendo, y añadió con las ventanitas de la nariz dilatadas–: una novela que está aún por escribirse.
      –Puede ser –repliqué con tibieza. Él, seguro de haber encendido la llamita de la inspiración en un hombre de letras con ínfulas de investigador, sabía que ahora me estaba haciendo el longui, huyendo del reto con la misma ligereza con que me lo había lanzado. Así nos las gastamos en La Palma: entre la inocencia y la cuquería, tan pronto envidamos mirando de soslayo como hacemos oídos sordos al envite ajeno, aunque en ambos casos se note el disimulo, aceptado por lo común como una táctica de aguante en las pugnas dialécticas.
      Antes de salir acompañando a los hermanos de Damián López, tío Quico puntualizó que aquella aciaga tarde de enero del 35, Mr. Sabas, dueño del circo del que se había escapado el león, pidió a gritos que nadie abriera fuego porque estaba convencido de que la fiera, de tan dócil, de tan cauta, con un simple llamado iba a volver a la jaula, y sin embargo la Guardia Civil disparó a las primeras de cambio, y sin miramientos, faltaría más. ¿Cómo no iban a hacerlo si alrededor todo el mundo temblequeaba a la espera de una intervención intrépida? Con franqueza, ¿qué otra situación puede despertar más alarma que el garbeo de un león suelto, carajo, un león de verdad, con melena y hambre? ¿Y por qué no aceptar el percance como recompensa del destino para los guardias, hartos de tantísimas rondas soporíferas en un lugar donde nunca pasaba nada que mereciera registrarse en el parte de incidencias?
      –Pregúntale a tu madre –me ordenó tío Quico, dando por hecho que empezaría a indagar por mi cuenta en busca de algún provecho literario.
      –¿Qué le pregunto?
      –Ah, yo qué sé. Tú verás. Lo que se te ocurra. Yo era muy crío cuando eso; ella, en cambio, seguro que se acuerda de todo.
      Y así, fuera del cementerio, como si rodase hacia abajo por la pronunciada cuesta de salida, la madeja de esta historia rompió a dar vueltas y más vueltas soltando hilo y más hilo del que casi ni hacía falta tirar.