Relatos

Una aventura del Zorro

Una aventura del Zorro

[La Habana y otros cuentos, 1990]

      Miré las manecillas del reloj a pesar del vaivén de la muchedumbre sobajona. “Mierda. Qué tarde es”. No había forma de evitar el sudor de la gente, ese duro batume que obliga a contener la respiración y a levantar la cara buscando el aire, intuyendo una salida al barullo, al tátacham de la música, a tanto ritmo pegajoso de la salsa y el merengue. Pero que conste que a uno le gusta el bailoteo en la calle. Siempre he disfrutado del carnaval, vaya, lo paso pipa con los disfraces y las calvas postizas y en fin toda la rebujina del verbeneo. Estas cosas se llevan en la sangre. Desde niño, cuando mi madre recosía sábanas viejas y me recomponía la nariz de cartón, año tras año los carnavales han sido pura gloria. Y, más recientemente, pura peda de cubata. Lo malo es que el lunes y el martes toca recogerse temprano: si no duermes un poco, aunque sólo sea un par de horas, por la mañana no rindes en el almacén. Cuesta lo suyo cargar pencas de plátano dando pasitos en falso, con el cuerpo molanco por la resaca, y no estoy dispuesto a que el capataz me coja manía por culpa de un par de copas de más. Para colmo, qué asco el final de la fiesta, cuando no se sabe si es de noche o de día y en las aceras aún tropiezan los últimos borrachos, pesados y fajones, como un fondaje que huele a mil demonios.
      Con el sombrero en una mano y la empuñadura del florete en la otra, dije: “El Zorro acabó por hoy”. Los amigos me mandaron a la porra. “Siempre te pierdes lo mejor del mogollón”. De despedida, aullé como un mariachi. No hay mejor disfraz. Desde que pasé de los treinta tacos me viene estrecho, cierto, y ya empieza a deshilacharse el cuello de la camisa negra; sin embargo, al pan pan, nada sienta tan bien como la pinta de espadachín con botas altas hasta las rodillas. Si los cálculos no flojean, este era el séptimo martes de carnaval en que el Zorro salía a la calle.
      De regreso, mal abrigado con la capa de raso, tomé la guagua por encima de Las Ramblas. Aleluya, quedaba un asiento libre. Todo el mundo se había repochado en silencio, con la cabeza gacha, menos dos tipos que detrás de mí, vestidos de mujerzuelas, se empurraban una botella de güisqui a palo seco. Entre risitas de payaso, desde lo más alto de la borrachera esos dos tolancos intentaban basilarnos a los demás en tono insultante, pero si lo que pretendían era provocar una riña o algo por el estilo, lo llevaban crudo porque lejos de la jarana, con el chucuchucu del motor que adormece, a esas horas de recalada el personal no atiende a razones ni a sinrazones.
      Pasado el último semáforo, poco antes de una parada incierta, uno de los dos tipejos farfulló:
      —Mira, mira.
Sin querer volví rápido los ojos a la ventana. Vimos los tres cómo una pibilla disfrazada de egipcia afuera cruzaba corriendo la calle. El otro propuso:
      —¿Vamos?
      En cuanto sonó el timbre la guagua se detuvo. Se levantaron con brusquedad y salieron disparados, a trompicones. Todo había sucedido demasiado deprisa como para explicarme con total certeza qué carajo hacía yo allí afuera, por qué había bajado tras ellos, empujado por una rabia extraña que me zumbaba en los oídos. “El Zorro no permitiría que esos dos imbéciles…” Antes de proseguir su ruta, la guagua nos envolvió en humo.
      Levantándose las faldas de lentejuelas y gritando obscenidades, los dos bamballos corrieron hacia el otro lado de la carretera. Estaba claro que la chica, sin atreverse a mirar atrás, se sentía perseguida. Hacía frío y el Zorro, embozado, desenvainando el florete de cobre, avanzaba sigilosa e inadvertidamente. La piba disfrazada de egipcia aceleró el paso con la lógica torpeza de quien lleva tacones, igual que las palomas que no levantan vuelo. Sí señor, la faraona era toda una paloma de plata peligrando en aquel redil de callejones estrechos y deshabitados. Los dos babosos la azoraban entre risas:
      —No corras tanto, mi niña, de todas formas te vamos a pillar.
      Yo los seguía guardando las distancias, se podría decir que como un auténtico zorro. Y como un lince. Mitad El Guerrero del Antifaz, mitad El Coyote.
      —Quieta ahí, preciosa.
      Realmente asquerosos. Esos dos mamones. Habían logrado acercarse a la piba. La agarraron y la zarandearon antes de que empezara a chillar y a pedir socorro, socorro.
      —Venga, venga —susurraba nervioso el más alto, tapándole la boca.
      El regordete, borrachuso, se bajó los pantalones, rasgó con fuerza la falda de lamé. Cruuiiic.
      La egipcia brincaba histérica bajo aquel oso que reía por fin con las bragas en la mano. El otro repetía la orden:
      —Venga, venga.
Antes de que se la montaran, el Zorro intervino desde la esquina. A contraluz, espada en mano, El Zorro levantó la voz:
      —Eh, cabrones.
      Sorprendidos, saltaron hacia atrás al mismo tiempo. Al cabo de un instante de incertidumbre, no les quedó más remedio que echarse a correr por una calle perpendicular al fondo.
      Así de rápido y así de fácil. No cabía otra reacción de dos malhechores tan descarados.
      Y allí quedó mi querida Cleopatra, con la cara roja por el hipo y la vergüenza, llorando en el suelo con las piernas abiertas y el traje en jirones. Gemía como enferma. El Zorro se acercó solícito a tomarle la mano. Ella parecía preguntar con la mirada quién eres, de dónde sales, por qué. El Zorro se estremece al verle la boca entreabierta, los hermosos labios secos y, tras ellos, los dientes brillando, los dientes perfectos bajo los labios carnosos de la faraona.
      Si una mujer marca un ligero mohín con la boca, un fruncido de comisuras así, no sé, una mueca de arrumaco como la de la palomita que se siente a salvo, en ese momento no puedes negarte a satisfacer su ego mimoso, has de concederle el favor que pide en silencio. No lo pienses dos veces y dale el beso que merecen sus labios secos, humedécelos con tu lengua. Llénate de su aliento y llénala de tu aliento. Se trata de quedar bien. Cada vez que el Zorro se encuentra a solas con la chica, aunque sea un minuto, tiene que asirla por la cintura con la determinación de un bailarín de tangos, sin necesidad de quitarse el antifaz. Ella tiembla en los fornidos brazos del enmascarado y no sabe qué decir ni cómo darle las gracias. Y entonces, haciéndose la que no quiere, golpeando con sus pequeños puños el hombro del Zorro, protesta bajo el sabor a tabaco negro y ron blanco de la boca que le moja el rostro, la boca que le besa el cuello, la boca que le mordisquea la oreja.
      Qué rica estaba la Cleopatra. Sus piernas, casi hirviendo en fiebre, se negaban a mi cuerpo, pero mi cuerpo exigía un justo tributo. El destino de los héroes vibra en el plácido apretón que cierra la aventura. Envuelto en sus grititos de impotencia, me entregué con el arrebato del alcohol y la gallardía y poseí con todas mis fuerzas a la chica.
      Desde el oscuro callejón se escuchaba muy lejos, casi irreconocible, el tátacham de la verbena abajo, en la plaza grande. La música subía por toda la ciudad rebotando en las paredes de la avenida.
      La muchacha se encogió bajo la capa de su salvador, respirando deprisa, quizá en medio de una pesadilla, con lágrimas en el pómulo. Me abroché el cinto y recogí el sombrero del suelo. El plumón no había perdido el brillo fluorescente de juguete de feria.
      Mientras me marchaba cabizbajo, sacudiendo el sombrero contra la rodilla, reparé en la clave de un viejo enigma. Desde la primera bocacalle regresé hacia la egipcia magullada, yacente al borde de una acera. La volví boca abajo y, sin darle tiempo a quejarse, con la punta del florete sobre la nalga desnuda le hice la marca del Zorro, una fina y rápida zeta de sangre.
      Corrí hacia la carretera. De repente empezaron a explotar voladores en el cielo. Aquel restallido de purpurina por encima de las antenas se fue transformando en un molesto ardor de estómago. Al llegar a la parada, aún oliendo a saliva y sangre, me quité el antifaz y, a la luz de los faros de la guagua que se acercaba, busqué la hora en el reloj de pulsera. “Mierda. Qué tarde es”.